Me permito subir al blog un nuevo texto de Walden Fernández, tan evocador y redondo como el anterior https://joseramonferrandis.es/por-quien-doblan-las-campanas/ . Sondea asimismo los recónditos misterios del alma humana con precisión de entomólogo, dejando caer algunas gotas personales que añaden profundidad al conjunto. No se lo pierdan. Y hagan caso omiso de la plantilla, que indica que es JR Ferrandis el autor.
Existen muchos tipos de efectos: por comentar algunos, en economía existe el efecto renta y el efecto sustitución, que no vamos a explicar; también existe el efecto Pigou o efecto riqueza. En un artículo previo hablamos del efecto Mozart, relacionado con los efectos terapéuticos de la música de este compositor austriaco. Pero el efecto Proust o efecto magdalena, que debe su nombre al escritor francés Marcel Proust (1871-1922), el de la interminable búsqueda del tiempo perdido, consiste en la reacción que se produce en nuestro cerebro ante los aromas y los sabores que percibimos. Hemos indicado los sentidos del olfato y del gusto como los desencadenantes de estas reacciones, aunque también los sentidos de la vista y del oído desencadenan muchas reacciones; una simple mirada puede desencadenar una cascada de recuerdos y emociones.
La obra de Proust a la que nos acabamos de referir, cuyo título exacto es “En busca del tiempo perdido”, estructurada en 7 volúmenes vinculados cronológicamente entre sí, es una biografía de la vida del autor, aunque con sus lados ocultos. En el primer volumen, titulado “Por el camino de Swann”, es donde aparece la historia de la magdalena. De niño Proust pasaba largas temporadas en Combray, un pequeño pueblo que actualmente solo cuenta con poco más de 100 habitantes, situado en la baja Normandía, al oeste de París y próximo a Lisieux, donde vivió santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897) o simplemente Teresita de Lisieux, monja carmelita descalza que fue contemporánea de Proust. El problema que tenía este era que de Combray solo recordaba ciertas imágenes deslavazadas entre sí. Pero un día, mientras se encontraba en París, regresó a su casa y su madre, al ver que tenía frío, le propuso que se tomara una taza de té. Y con el té le sirvió unas magdalenas. No se trataba de las magdalenas redondas que todos conocemos, sino de las «petites madeleines» (pequeñas magdalenas) que parece como si hubieran sido cocinadas en la concha con ranuras de un peregrino. Al probar el té con el que había mezclado unas migajas de magdalena, de pronto le invadió un placer delicioso que volvió indiferentes las vicisitudes de la vida. Pero ¿de dónde podía venir esa alegría tan potente? Tras unos momentos de reflexión, le llegó el recuerdo. Estas fueron sus propias palabras (la traducción es nuestra):
«Este sabor era el del pequeño trozo de magdalena que los domingos por la mañana en Combray (porque esos días no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a decirle buenos días en su habitación, mi tía Léonie me ofrecía después de mojarlo en su infusión de té o de tila. La vista de la pequeña magdalena no me había recordado nada antes de que yo la hubiese probado, acaso porque habiendo visto su imagen, sin probarla, sobre las bandejas de las pastelerías, esta imagen había abandonado esos días de Combray para asociarse con otras más recientes».
Y este recuerdo fue el que dio origen a las 3.000 páginas restantes de esta obra tan monumental. Una de las pocas cosas de las que creo que se me puede permitir que presuma un poco es de haber sido capaz de leer toda la obra en su idioma original, el francés, aunque la tarea no fue nada fácil. Inicié la lectura mientras me encontraba conviviendo con los cooperantes franceses en Costa de Marfil, donde un profesor de lengua y literatura francesas me dijo que la mayor parte de las novelas eran como pequeñas iglesias, pero que la busca del tiempo perdido de Proust era una catedral; y no conseguí terminar la lectura hasta 7 años más tarde mientras me encontraba en Miami (Florida) como becario de la Cámara de Comercio de Madrid. El mérito está, por ejemplo, en ser capaz de aguantar 50 ó 60 páginas dedicadas a contar todas la banalidades de una cena en aquellos salones de finales del siglo XIX o principios del XX, llenos de «madames de …» diciendo todas esas banalidades, pero que pasadas estas por el filtro de la prodigiosa capacidad de observación de Proust y contando con una formidable pluma llena de recursos literarios, dieron como resultado esta obra capital, no solo de la literatura francesa, sino también de la universal. De Proust aprendí el gusto por el párrafo largo y otras muchas imágenes literarias. Sirva como muestra un botón. Refiriéndose a la duquesa de Guermantes, realmente una mujer noble allí donde las hubiere, Proust dice en una ocasión de ella: «elle laissa pleuvoir sur moi la lumière de son regard bleu» (ella dejó llover sobre mí la luz de su mirada azul).
En el caso de Proust fue el sentido del gusto el desencadenante de todas esas reacciones. Sin embargo, parece que el olfato es el sentido que tiene la conexión más fuerte con las zonas de memoria del cerebro. En todo caso es el hipocampo la región del cerebro que une los sentidos con los recuerdos. En mi experiencia personal, la primera vez que fui consciente de haber experimentado esta reacción del cerebro ante los estímulos sensoriales, el desencadenante fue el sentido del olfato. Iba caminando por la calle y cuando me crucé con una mujer, entre las muchas con las que me había cruzado, de pronto me vino a la mente la imagen de otra mujer que yo conocía. Tras un momento de reflexión, me di cuenta de que la primera mujer se había aplicado el mismo perfume que la otra que yo conocía y de ahí la conexión mental.
Pero no solo son los sentidos del olfato y el gusto los que participan en este juego de conexiones mentales. El sentido de la vista también tiene mucho que decir. Cuenta la sabiduría popular que los ojos son el espejo del alma y no le falta razón. ¡Cuántas cosas puede transmitir una simple mirada! Hay miradas de odio, de concupiscencia, de compasión, de amor. Todas ellas nos reflejan claramente lo que hay detrás. Pero también hay otras miradas que nos pueden dejar sumidos en un sentimiento algo enigmático. Por ejemplo, la vista del mar o del océano nos puede originar un sentimiento oceánico. En algunas escuelas del budismo se habla del «vacío» como el origen de nuestra vida. Se trata de un vacío no pasivo, sino dinámico. Bodhidharma fue un monje budista indio que vivió entre los siglos IV y V de nuestra era. Viajó a China para transmitir sus enseñanzas y el emperador de este país, llamado Wu, se entrevistó con él, pues era muy religioso y le preguntó cuál era el principio fundamental de sus enseñanzas, a lo que Bodhidharma respondió: «un inmenso vacío, nada sagrado». Esta es la respuesta a la pregunta fundamental, que no es otra que «¿quién soy yo?» (o, mejor dicho, para dejarlo más despersonalizado, «¿qué soy yo?»). En la formulación del filósofo alemán, padre del existencialismo, Martín Heidegger, esta pregunta fundamental es «¿por qué es el ente y no más bien la nada?» Shakespeare la formuló de una manera más sencilla: «to be or not to be; that is the question» (ser o no ser; esta es la cuestión). En definitiva, que oriente y occidente vuelven a coincidir en sus apreciaciones sobre el inmenso vacío y la nada.
Parece que nos hemos desviado un tanto de nuestro razonamiento, pero no es así, como veremos más adelante. De momento volvamos a las conexiones mentales y las miradas. Una de las miradas más enigmáticas que he recibido en mi vida me la dirigió mi propio padre poco antes de su muerte. Era un hombre afable y bonachón al que le gustaba tomarse una copa de vino en compañía; comunicativo, pero para ciertas cosas personales que le habían afectado profundamente era muy hermético. Le tocó vivir una época muy convulsa, con dos guerras mundiales y una guerra civil entre ambas en la que tuvo que luchar en ambos bandos, primero el republicano y luego el nacional, salvando su vida de forma casi milagrosa (menos mal, que de lo contrario yo me habría visto privado del privilegio de poder venir a este valle de lágrimas).
Hace ya más de 20 años que mi padre se fue de este mundo. De aquellas yo vivía a unos 450 kilómetros de los dos y periódicamente iba a visitarlos para ver cómo se encontraban y ayudarlos con lo que fuera. En la última visita que les realicé a los dos hubo un momento en el que me encontré a solas con mi padre en la cocina cuando ya había anochecido. De pronto sentí que me lanzaba una mirada enigmática y silenciosa que no fui capaz de interpretar. Entendí que me quería decir algo, pero no le dije nada, a fin de que él se sintiera libre para decírmelo, pero no dijo nada. Regresé de aquel viaje no sin haber reflexionado en algunos momentos sobre el alcance de aquella mirada. Cuando algunas semanas más tarde estaba planeando mi próximo viaje, de pronto recibí una llamada telefónica en la que me comunicaron que mi padre había fallecido de repente a consecuencia de un infarto. No fue un drama: tenía 83 años. Acaso sí pudo serlo para él, no lo sé.
Con posterioridad a este desenlace, en repetidas ocasiones reflexioné sobre el significado de la mirada que me dirigió mi padre. La conclusión a la que llegué, expresada en lo que podrían ser sus propias palabras fue esta: «Siento que el final de mis días está próximo. Me pregunto si he cumplido con lo que se esperaba que hiciera a lo largo de mi vida. No sé si tú, que eres mi hijo, tienes algo que decirme sobre esto». Pero como ya he dicho, ese posible diálogo no se produjo. Espero que haya recibido una recompensa por tanto esfuerzo y sacrificio.
Hasta aquí hemos estado hablando de la capacidad de reacción de nuestro cerebro ante los olores, los gustos y las miradas. Pero también los sonidos pueden provocar el mismo tipo de respuestas. Sin embargo, nos vamos a limitar a comentar una cita de santa Teresa Sánchez de Cepeda (nuestra Teresa de Ávila) en la que nos comenta lo que le sucedía cuando leía en latín:
«Cuando me encuentro en este estado de quietud, yo, que no entiendo casi nada de lo que recito en latín, mucho menos si es el Salterio, no solo he sido capaz de entender el texto como si estuviera en español, sino que incluso he encontrado para mi deleite que logro penetrar mejor en el significado del español».
Bueno, bueno, una doctora de la Iglesia que reconoce que no entiende el latín. Ahora, bien, hay que reconocerle al menos su humildad al confesarlo. Pero lo más importante de todo esto es que sin entender el latín, es capaz de comprenderlo como si estuviera en español. Menudo descubrimiento: el mero sonido del latín provocaba su comprensión (cuando se encontraba en estado de quietud).
Somos unas semillas que son capaces de almacenar en su seno todas las maravillas y los misterios del universo. Si nuestro grado de atención es el adecuado, el sabor de un trocito de magdalena en una taza de té o el olor de un perfume o el sonido de unas palabras en latín pueden despertar en nuestro interior toda una serie de recuerdos y experiencias vividos en esta vida o en vidas pasadas (para los que crean en la reencarnación) que vienen a nuestra mente con total frescura, llenándola de una preciosa esencia y como si lo hubiéramos vivido ayer mismo.
¿Hacia dónde apuntan todas estas experiencias? Hacia la fuente inagotable de todas nuestras vivencias: ese inmenso vacío del que hablan algunas escuelas del budismo y que coincide con lo que los filósofos occidentales denominan el Ser (con mayúscula) y que en definitiva no es otra cosa que el mismo Dios. Sin embargo, soy de los que no les gusta mucho utilizar esta palabra por el uso erróneo que se ha realizado de ella a lo largo de toda la historia, debido a que tantas personas que nunca han vislumbrado el reino de lo sagrado la han usado como si supieran de lo que estaban hablando. Esto es lo que motivó que Nietzsche dijera que el Ser era «el último humo de la realidad evaporada» o que Dios había muerto. Evidentemente que una palabra tan infinitamente vasta no puede ser definida. El «primer motor inmóvil» o el «innominado no nacido» que se han inventado algunos teólogos, a mí personalmente me deja frío por ser muy racional. De tener que usar alguna definición me quedo con la de que «Dios es amor puro», es decir, amor incondicional, sin nada a cambio. Y es que el Ser no puede ser pensado, se tiene necesariamente que sentir. Por eso termino con un comentario que se realizó sobre la música de Mozart en vida de este: «Dios es invisible, pero a través de la música lo oímos y también lo sentimos».
Walden Fernández