Carta de los martes del 11 de octubre de 2022
Queridos amigos:
El 11 de octubre de 1835 se dictó el decreto de extinción de las órdenes religiosas en España y la desamortización[1] de los bienes eclesiásticos. Esta doble medida determinó profundamente los desarrollos económicos, sociales, políticos y bélicos en la España del Siglo XIX y en parte, del XX. Y cambió el aspecto físico, urbanístico, social y religioso de nuestra Patria para siempre.
Veamos sus antecedentes, los hechos en sí y las consecuencias que tuvieron las desamortizaciones practicadas por distintos gobiernos en España.
Los antecedentes se hallan en Centroeuropa. Las primeras desamortizaciones con violencia tuvieron lugar durante la Reforma luterana, cuando los príncipes alemanes enajenaron sin contrapartida ni acuerdo bienes eclesiásticos[2]. Similar actitud desarrolló la Revolución Francesa, que se apropió de esos bienes y segó las vidas de quienes se oponían en un genocidio perfectamente documentado[3].
En España se dieron varios procesos de desamortización. El primero (en realidad no se trató técnicamente de una desamortización, porque las tierras fueron arrendadas y seguían siendo propiedad de los municipios) tuvo lugar durante el reinado de Carlos III. Surgieron en el contexto de los motines de 1766[4]. Para aplacar la revuelta, el corregidor-intendente de Badajoz ordenó arrendar las tierras municipales a los “vecinos más necesitados, atendiendo en primer lugar a senareros[5] y braceros que por sí o a jornal puedan labrarlas, y después de ellos a los que tengan una canga de burros, y labradores de una yunta, y por este orden a los de dos yuntas con preferencia a los de tres, y así respectivamente”. El conde de Aranda extendió la medida el 2 de mayo de 1766 a toda Extremadura y al año siguiente a todo el reino. La orden de 1768 que la desarrollaba explicaba que la medida estaba orientada a atender a los jornaleros y campesinos más pobres.
La medida fue derogada el 26 de mayo de 1770 al buscar finalmente su eficacia; se priorizó a “los labradores de una, dos y tres yuntas”. El susto había pasado y la finalidad social inicialmente pretendida pasó a mejor vida. Muchos campesinos pobres que habían recibido tierras no las habían podido cultivar porque carecían de los medios: no disponían de capitales para adquirir semovientes y nunca se previeron préstamos a tal efecto. Al final, el resultado fue que las tierras de los municipios pasaron a manos de las oligarquías. El resultado para Hacienda fue de 110 millones de reales.
El segundo fue la conocida como “Desamortización de Godoy”, durante el reinado de Carlos IV. En septiembre de 1798, Carlos IV obtuvo permiso de la Santa Sede para expropiar los bienes de los jesuitas y de obras pías. Se desamortizaron bienes de la Compañía de Jesús, de hospicios, hospitales, Casas de Misericordia y Colegios Mayores universitarios, así como bienes no explotados de particulares.
La novedad en el caso de Godoy es que se vincula la desamortización al pago de la deuda pública, no a la reforma agraria, como con Carlos III. Esa fue la pauta desde entonces.
El tercero aconteció durante el reinado de José Bonaparte, quien el 18 de agosto de 1809 decretó la supresión de “todas las Órdenes regulares, monacales, mendicantes y clericales[6]”, cuyos bienes pasaron automáticamente a propiedad de la nación[7]. Muchas instituciones religiosas quedaron disueltas de facto, con repercusiones en muchos conventos, monasterios y “casas de religiosos». No implicó supresión de la propiedad, sino confiscación de sus rentas para los gastos de guerra en que incurrían las tropas francesas[8].
El cuarto correspondió a las Cortes de Cádiz, quienes en marzo de 1811 constataron la enorme deuda acumulada en forma de vales reales[9] durante el reinado de Carlos IV[10]. Se aprobó la “Memoria”[11] presentada por Argüelles, que proponía desamortizar determinados bienes propiedad de “manos muertas” y ponerlos a la venta. En las subastas, dos tercios del precio de remate habrían de pagarse en títulos de la deuda nacional, lo que incluía los vales reales del reinado anterior y los nuevos efectos emitidos desde 1808 para pagar los gastos de la Guerra de la Independencia. El dinero en efectivo (el tercio restante) obtenido se dedicaría al pago del principal e intereses de la “deuda nacional”. Es decir, el 100% era para aliviar al Tesoro Público.
Por decreto de las Cortes del 4 de enero de 1813 se desamortizaban “todos los terrenos de baldíos o realengos y de propios y arbitrios” de los municipios, con el fin de proporcionar “un auxilio a las necesidades públicas, un premio a los beneméritos defensores de la patria, y un socorro a los ciudadanos no propietarios”. Para alcanzar estos tres fines a la vez se dividirían los bienes a desamortizar en dos mitades. La primera estaría vinculada al pago de la «deuda nacional», por lo que serían vendidas en pública subasta, admitiéndose el pago “por todo su valor[12]” en títulos de créditos pendientes desde 1808 o en vales reales. La segunda mitad se repartiría en lotes de tierras gratuitas en favor de los que hubiesen prestado servicios en la guerra y a los vecinos sin tierras[13].
En el decreto de 13 de septiembre de 1813, en el que se plasmó la propuesta de Argüelles, se denominaba “bienes nacionales” a las propiedades[14] que iban a ser incautadas por el Estado para venderlas en pública subasta. Esta fue la primera norma legal general desamortizadora del Siglo XIX. No se aplicó apenas debido al retorno de Fernando VII, pero contenía todos los principios y mecanismos administrativos de la posterior legislación desamortizadora.
El quinto tuvo lugar durante el llamado Trienio liberal. En 1820, tras la restauración de la Constitución de 1812, los gobiernos liberales se ocuparon de nuevo al problema de la deuda. Revalidaron el decreto de las Cortes de Cádiz del 13 de septiembre de 1813 mediante otro de 9 de agosto de 1820, que añadió a los bienes desamortizables las propiedades de la Inquisición española, recién extinguida. Ahora, en el pago de los remates de las subastas no se admitiría dinero en efectivo, sino sólo vales reales y otros títulos de crédito público, y ello por su valor nominal (su valor en el mercado era muy inferior[15]). Las ventas fueron un escándalo. Uno de los diputados declaró que, por defecto de la enajenación, las fincas han pasado a manos de ricos capitalistas, y éstos, inmediatamente que han tomado posesión de ellas, han hecho un nuevo arriendo, generalmente aumentando la renta al pobre labrador, amenazándole con el despojo en el caso de que no la pague puntualmente. No obstante aquellos resultados y estas críticas, el proceso desamortizador siguió adelante, sin cambiar su planteamiento ni métodos.
La desamortización eclesiástica del clero regular[16] fue tratada por las Cortes del Trienio vía decreto de 1 de octubre de 1820, muy extremista[17]. Se adjudicaron bienes muebles e inmuebles “al crédito público”, por lo que fueron declarados «bienes nacionales» sujetos a su inmediata desamortización. Unos días después, por la ley de 11 de octubre de 1820, se prohibía adquirir bienes inmuebles a todo tipo de «manos muertas». En román paladino, por un lado se les robaba y por otro se les impedía obtener propiedades. Y por si eso fuera poco, las Cortes del Trienio restablecieron el Decreto de 4.1.1813 de las de Cádiz sobre la venta de baldíos y bienes de propios de los municipios.
El sexto fue el de Juan Álvarez Mendizábal, referencia de esta efemérides. Fue uno de los más trascendentes, completado por el de Pascual Madoz que luego veremos. La desamortización tuvo tres objetivos. El primero y principal fue financiero: buscar ingresos para pagar la Deuda del Estado, además de conseguir fondos para financiar la guerra carlista. El segundo objetivo era político: ampliar la base social del liberalismo con los compradores de bienes desamortizados y desbaratar el apoyo mayoritario del clero regular a los carlistas. El tercer objetivo era social: crear una clase media agraria de campesinos propietarios.
El ministro aplicó y desarrolló un plan diseñado antes por el conde de Toreno[18]: expropiar y vender los bienes eclesiásticos, tanto de órdenes regulares como seculares[19]. Mendizábal pasó a presidir el Consejo de Ministros en septiembre de 1835. El 11 de octubre se decretó[20] la supresión de todos los monasterios de órdenes monacales y militares. El decreto de 19 de febrero de 1836 ordenaba la venta de los bienes inmuebles de esos monasterios y el de 8 de marzo de 1836 amplió la supresión a todos los monasterios y congregaciones de varones.
La división de los lotes se encomendó a comisiones municipales, quienes manipularon el procedimiento configurando grandes lotes inalcanzables para los pequeños propietarios, pero asequibles para las oligarquías. Los pequeños labradores no pudieron entrar en las pujas y las tierras fueron compradas por nobles y burgueses urbanos adinerados[21]. La reforma acrecentó el latifundismo en el sur y atomizó los minifundios del norte de España. Es un hecho que se liberaron miles de hectáreas para su explotación, pero al no instrumentarse una reforma agraria, sus consecuencias fueron limitadas.
Los resultados fueron malos. No se solucionó el grave problema de la Deuda Pública, que fue un fracaso: no sólo no se redujo la deuda, sino que aumentó año tras año por la gestión de los gobiernos subsiguientes. En el terreno político, el liberalismo ganó algunos apoyos, pero se granjeó un enemigo cuya inquina dura hasta el presente, y por buenas razones: el catolicismo[22] abominó del liberalismo. Desde una perspectiva social, la desamortización fue un completo fiasco: no sirvió para mitigar la desigualdad social, pues la mayor parte de los bienes desamortizados fueron comprados por nobles y burgueses urbanos adinerados. Tampoco se formó burguesía agraria alguna. Los campesinos pobres no pudieron pujar y sufrieron subidas de los alquileres que de inmediato instrumentaron los nuevos propietarios burgueses[23].
Al cabo, los terrenos desamortizados por el gobierno fueron tan sólo los pertenecientes al clero regular. La Iglesia reaccionó excomulgando tanto a los expropiadores como a los compradores de las tierras[24]. Los políticos y funcionarios no parecieron sufrir demasiado. Y es que Canossa[25] ya era sólo un recuerdo, si algo.
Como compensación por las expropiaciones, el Estado se comprometió a subvencionar al clero, lo que efectuó presupuestariamente a través de la Dotación de Culto y Clero de 1841.
El séptimo ocurrió el 2 de septiembre de 1841, cuando el recién nombrado regente, Baldomero Espartero, desamortizó los bienes del clero secular. La ley fue derogada tres años después, al hundirse el partido progresista. Y el octavo fue la desamortización de Pascual Madoz (1855). Durante el bienio progresista, el ministro de Hacienda Madoz puso en práctica una nueva desamortización, que alcanzó un mayor volumen de ventas y tuvo una importancia superior a todas las anteriores: habían aprendido de los errores del pasado y pudieron expoliar a conciencia[26].
Y fue omnicomprensiva; se declararon en venta todas las propiedades comunales del ayuntamiento, del Estado, del clero, de las órdenes militares (Alcántara, Calatrava, Montesa, San Juan de Jerusalén y Santiago), de cofradías, obras pías, santuarios, del ex infante Don Carlos, de los propios y comunes de los pueblos, de la beneficencia y de la instrucción pública[27]. Igualmente se permitía la desamortización de los censos[28] pertenecientes a esas organizaciones.
Las subastas continuaron hasta finales del Siglo XIX, sin que los cambios de gobierno influyeran en absoluto[29]. En 1867 se habían vendido 198.523 fincas rústicas y 27.442 urbanas[30]. El Estado ingresó 7.856.000.000 reales entre 1855 y 1895, casi el doble de lo obtenido con Mendizábal. El 0,38% de esa cifra se reservó para reedificar y reparar las iglesias de España[31]. Los restantes recursos se aplicaron, efectivamente, a cubrir el déficit del Estado, amortización de deuda pública y realización de obras públicas.
Esa última desamortización de los bienes de los pueblos (Madoz) fue derogada por el Estatuto Municipal de José Calvo Sotelo el 16.12.1924. En conjunto, se calcula que las consecuencias de todos los procesos de amortización de todo lo desamortizado en 158 años de desmanes, el 35 % pertenecía a la Iglesia, el 15 % a beneficencia y el 50 % a los municipios.
Las consecuencias sociales fueron varias. Primero, se dio el reforzamiento de la estructura de la propiedad rústica[32]. Segundo, el atraso técnico y el desigual reparto de la propiedad de la tierra siguieron siendo problemas clave de la sociedad y de la economía española. Tercero, se produjo una enorme afectación negativa de los campesinos al privatizar los bienes comunales que pertenecían a los municipios, pues ello les privó de unos recursos que contribuían a su subsistencia (leña, pastos, etc.). Su desamortización significó la destrucción de sistemas de vida y organizaciones populares de autogestión centenarias. Ello acentuó la tendencia emigratoria de la población rural, que se dirigió a zonas industrializadas del país o a América. Este fenómeno migratorio alcanzó niveles muy altos a finales del Siglo XIX y principios del XX. Cuarto, se produjo la exclaustración de miles de religiosos[33]. La instrucción pública se resintió gravemente al cesar la capacidad de los ayuntamientos para impartirla.
Las consecuencias económicas se comprenden fácilmente: el saneamiento de la Hacienda pública, que se produjo, fue menor (apenas alcanzó el 20%) y no resolvió un problema endémico. Los más de 14.000 millones de reales obtenidos fueron irrelevantes para el Estado, pero destrozaron la riqueza de la Iglesia católica y los recursos municipales para siempre. Aumentó la superficie cultivada, la producción agraria neta y la diversificación de los cultivos. Se potenció el viñedo, el olivar y los agrios. Cayó la ganadería y se produjo una tremenda deforestación.
Las políticas fueron en parte las buscadas con afección al régimen liberal de las clases dominantes, pero la enemiga de los campesinos y de la Iglesia. No se produjo redistribución alguna de riqueza, más bien se concentró su tenencia. No se creó clase media alguna, como se dice se pretendía.
Las culturales fueron absolutamente negativas. Se produjo un inmenso expolio de las obras de arte y de la arquitectura eclesiástica, incluyendo edificios (iglesias, monasterios), cuadros, libros, ornamentos y todo un patrimonio de siglos que en gran medida se echó a perder para siempre. Eso sí, la destrucción de edificios urbanos de la Iglesia permitió disponer de solares y espacio constructivo.
Las ecológicas fueron irrecuperables asimismo. Los montes privatizados fueron roturados, talados y quemados para obtener carbón vegetal. Desaparecieron para siempre enormes extensiones de bosque mediterráneo, con sus especies animales pobladoras. Sus efectos perviven entre nosotros.
Nunca se trató de repartir tierras a los campesinos pobres, ni de desarrollar el país. La idea era sanear el Tesoro público. Para ello se robaron propiedades, se vendieron a precios muy bajos y, en los casos en que se pagó en deuda del Estado, ésta no se honraba, sino se sustituía mediante quitas y reemisiones y al cabo, se impagaba. Lejos estuvieron las desamortizaciones de las propuestas iniciales de los ilustrados[34], quienes esencialmente proponían poner en producción los baldíos (utilizados para pastos) para modernizar la agricultura española[35]. La desamortización fue, simplemente, un arma política desalmada con la que los liberales modificaron el sistema de propiedad del Antiguo Régimen para sustituirlo por el suyo. La prohibición de la Mesta, la desvinculación de los mayorazgos y la abolición de los señoríos precedieron a las desamortizaciones en este camino.
La frase de hoy es de uno de los diputados de las Cortes de Cádiz, ya visto más arriba. Terrero afirmó: “Me opongo a la venta de propios y baldíos… ¿para quién será el fruto de semejantes ventas? Acabo de oírlo: para tres o cuatro poderosos, que con harto poco estipendio engrosarían con perjuicio común sus propios intereses”.
Cordiales saludos
José-Ramón Ferrandis
Monasterio de San Pedro de Arlanza. Este monasterio benedictino recibió el apelativo de «cuna de Castilla» y estuvo en funcionamiento hasta la desamortización de Mendizábal en el 1835.
[1] La desamortización consistió en poner en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y bienes que hasta entonces no se podían enajenar (vender, hipotecar o ceder) y que se encontraban en poder de las llamadas “manos muertas”, es decir, la iglesia católica y las órdenes religiosas que los habían acumulado como habituales beneficiarias de donaciones, testamentos y abintestatos. Asimismo se aplicó a los llamados baldíos y las tierras comunales de los municipios, que servían de complemento para la precaria economía de los campesinos.
[2] Como sabe el lector, a función de la Reforma no era reconducir el lamentable comportamiento de las autoridades eclesiásticas en el ejercicio de su poder sino independizarse del Imperio que personificaba Carlos V de Alemania. En otras palabras, se disfrazó de guerra de religión lo que no era sino una guerra por la independencia política.
[3] La Vendée fue un levantamiento espontáneo de los campesinos franceses para defender a su rey y a la Iglesia. Se hablan de la rebelión vandeana de 1793–1796 como del primer genocidio de la Historia Moderna. En él, los jacobinos pusieron en práctica lo que se puede considerar una analogía con la Solución Final nacional socialista o el exterminio de los Kulaks en la URSS. Quienes no hablan de genocidio destacan el elevado número de civiles asesinados por las tropas republicanas, entre los que había ancianos, mujeres y niños. El historiador Peter McPhee, habla de 117.000 muertos civiles.
[4] Recuérdese el Motín de Esquilache.
[5] La senara era una porción de tierra que daban los amos a los capataces o a ciertos criados para que la trabajaran por su cuenta, como un extra o aditamento a su salario.
[6] Tal cual, clericales.
[7] Se decía Nación cuando se debía decir Estado. Los bienes YA eran propiedad de la Nación antes de la desamortización.
[8] Así fue, de manera que se devolvieron en 1814.
[9] El vale real fue un título de deuda pública de la Monarquía de España creado en 1780 durante Carlos III, con valor de papel moneda, pero no de curso forzoso, para hacer frente al grave déficit de la Real Hacienda provocado por la intervención de España en favor de los colonos rebeldes durante la Guerra de Independencia de los EE. UU. respecto del Reino Unido.
[10] El secretario de Hacienda interino José Canga Argüelles la estimó en 7.000 millones de reales.
[11] Que rechazaba que los vales reales fueran reconocidos por su valor en el mercado, muy por debajo de su valor nominal, lo que hubiera supuesto la ruina de sus detentadores y – sobre todo – la imposibilidad de obtener suficientes recursos.
[12] Se refería al valor nominal.
[13] Estos vecinos debían pagar un canon. Si dejaban de hacerlo, perdían el lote asignado definitivamente, lo que invalidaba en gran medida la finalidad social proclamada en el decreto y daba la razón a aquellos diputados que, como José María Calatrava o Vicente Terrero, se habían opuesto al decreto, especialmente a la venta de los bienes de propios, patrimonio sobre el que descansaba el gobierno económico y la policía de los pueblos.
[14] Se trataba de bienes confiscados o por confiscar a los traidores, como Manuel Godoy y sus partidarios, y a los afrancesados; además, todos los monasterios de las órdenes monacales; los canónigos regulares de San Benito, de la congregación claustral tarraconense y cesaraugustana; los de San Agustín y los premonstratenses; los conventos y colegios de las cuatro órdenes militares españolas de Alcántara, Calatrava, Montesa y Santiago; los de la Orden de San Juan de Jerusalén, los de la de San Juan de Dios y los betlemitas, y todos los demás hospitales de cualquier clase; los de los conventos y monasterios suprimidos o destruidos durante la guerra; las fincas de la Corona, salvo los Reales Sitios destinados a servicio y recreo del Rey; y la mitad de los baldíos y realengos de los municipios.
[15] A causa del bajísimo valor de mercado de los títulos de la deuda respecto de su valor nominal, el desembolso efectivo realizado por los compradores fue muy inferior al importe del precio de tasación (en alguna ocasión no pasó del 15 % de este valor).
[16] El término clérigos regulares designa a los sacerdotes católicos (clérigos) miembros de una orden religiosa regular (viven de acuerdo con una regla o regula y hacen votos solemnes).
[17] Y heroico, como se ve.
[18] El gobierno del conde de Toreno aprobó la Real Orden de Exclaustración Eclesiástica del 25 de julio de 1835 que suprimía todos los conventos en los que no hubiera al menos 12 religiosos profesos.
[19] El pretexto de la desamortización de Mendizábal fue que estas tierras se consideraban “manos muertas”, puesto que no tenían productividad alguna. La mayoría de estos terrenos, pertenecientes a un título nobiliario o eclesiástico, a una villa, a un convento, a una orden militar o a un mayorazgo, tenían en ocasiones asociado un determinado uso, a menudo comunal. Su titularidad podía transmitirse a quien correspondiese en herencia, pero debían permanecer íntegros. En general, estaban en desuso y en el abandono, amortizados (no podían ser vendidos ni divididos), así que los nuevos propietarios tenían la oportunidad de ponerlos a producir. A su vez, el Estado obligó a los compradores a pagar nuevos impuestos debido a su aumento de riqueza, lo que acrecentó sus ingresos rápidamente.
[20] El señor primer ministro legisló a base de decretos; sus medidas no pasaron por el Parlamento.
[21] De esa manera resultó imposible crear una burguesía o clase media que sacase a España de su marasmo.
[22] Lo cierto es que los pensadores católicos han quedado congelados en esa concepción del liberalismo ramplón, confiscatorio y ladrón, sin reparar en que el verdadero liberalismo jamás hubiera propugnado, y menos aún ejecutado, esa felonía. Pero no salen de su argumentario. Lástima.
[23] La segunda derivada fue que muchos campesinos se hicieron carlistas, a fuer de antiliberales, al verse perjudicados.
[24] Ello provocó que muchos compradores no compraran directamente las tierras, haciéndolo a través de testaferros.
[25] Recordemos la humillación de Canossa, episodio histórico que tuvo lugar en enero de 1077, que supuso la peregrinación del emperador Enrique IV del Sacro Imperio Romano Germánico al castillo de Canossa para solicitar al papa Gregorio VII su liberación de la excomunión a que se había visto reducido por el Papa por la querella de las investiduras. Para poder conseguir el perdón papal, Enrique IV permaneció arrodillado tres días y tres noches a las puertas del castillo mientras nevaba, vestido como un monje, descalzo. Finalmente el Papa le perdonó, aunque la cosa no quedó ahí.
[26] El tenor de los objetivos se expresaba claramente. Artículo 12 de la Ley de 1/5/1855: “1. Cubrir el déficit del presupuesto del Estado; 2. Amortizar Deuda pública; 3. Realizar obras públicas de interés y utilidad general”.
[27] Con las excepciones de las Escuelas Pías y los hospitalarios de San Juan de Dios, dedicados a la enseñanza y a la atención médica respectivamente, dado que su actividad reducía el gasto del Estado en estos rubros.
[28]El censo era un contrato en desuso, parecido al actual préstamo hipotecario, salvo que el deudor conservaba plenos derechos sobre el inmueble gravado.
[29] Tras haber motivado de enfrentamiento entre conservadores y liberales, llegó el día en que todos los partidos políticos se pusieron de acuerdo en el latrocinio. Por fin sólo les diferenciaban los collares.
[30] Cuyos rendimientos agrarios son, cuanto menos, dudosos.
[31] El lector puede interpretar el dato como prefiera.
[32] De acuerdo con los trabajos de Richard Herr, el resultado de la desamortización fue concentrar la propiedad en cada región en proporción al tamaño de las parcelas previamente existente.
[33] Julio Caro Baroja ha reclamado atención tanto para los viejos frailes exclaustrados, que a duras penas sobrevivieron “soportando su miseria, escuálidos, enlevitados, dando clases de latín en los colegios, o realizando otros trabajillos mal pagados” como para los jóvenes, que o trabajaron donde y como pudieron o se unieron a las filas carlistas. Las consecuencias de la gratuita e irresponsable supresión de las órdenes religiosas por políticos petimetres tuvo enormes consecuencias en la historia social de España.
[34] Floridablanca, Olavide, Jovellanos. Este último se aventuró a proponer también el expolio de los bienes de propios municipales. Y ninguno tenía pretensiones redistributivas. No hicieron propuestas de expropiar a la Iglesia católica. Floridablanca se quejaba de que la Iglesia no pagaba impuestos.
[35] Y de paso obtener impuestos por la nueva producción, aumentar la producción y la población.